6. La Posada Triste




Al día siguiente, después de comer, Mirleen se acercó a La Taberna de Coral. Al entrar escuchó gemidos en la trastienda. Decidió salir y esperar. Al rato, un hombre de unos sesenta años con bigote blanquecino, barriga cervecera y capa y jubón negros salió de la taberna. Saludo a Mirleen discretamente y puso rumbo a El Vigía. Era el más anciano de todos los guardianes del faro. Bajó la calle silbando una melodía que Mirleen conocía muy bien, y su hijo quizá conociera ya.
Franz había estado toda la mañana practicando con el cancionero que le había facilitado su madre. Era un tomo muy gordo, pero tenía muchas partituras en blanco al final. Cuando Braxos pasó junto a su casa él estaba en la puerta, fumando de su pipa.
- Oye Braxos, ¿dónde aprendiste a silbar esa melodía que siempre silvas?
- Es la “Nana de las Tormentas”. Es una historia muy larga, pero todos mis antepasados la silbaron, incluso antes de que levantaran El Vigía. El primero de los de mi sangre que la silbó la escuchó a bordo de La Propiedad –dijo Braxos sonriendo con orgullo-.
- ¿Sí? Pues yo la sé tocar con el laúd. He aprendido esta mañana.
- Me halagas, niño. He visto a tu madre, está en La Posada de Coral. No sabía que le gustara la cerveza.
- No ha ido por eso.
La pasada noche, tras la visita de Stan, Mirleen estuvo nerviosa y apenas durmió. Le pareció que después de comer sería la hora más adecuada para ver a Susto e interrogarla sobre los Caballeros de Guj que habían preguntado por ella y su hijo.
- Algunos pescadores ya habían hablado de ello otras noches –dijo Susto abrochándose los últimos botones de una blusa-. Han ido por varios pueblos preguntando por vosotros. Claro que muchos, por no decir casi todos no os conocen. Los Pueblos de Pescadores son más grandes de lo que parecen.
- ¿Y te dijeron dónde estaban?
- Sí, me dijeron que te esperaban en La Posada Triste. ¿Qué quieren de ti, Mirleen? – Susto se colocó su maraña de pelo rizado.
- Nada, nada… Muchas gracias por todo Susto.
Y Mirleen corrió de nuevo a casa. Cuando llegó, Franz aún estaba en la puerta, jugando con el humo.
- Hijo, prepara un pequeño petate, no olvides el laúd y el libro que te di anoche. Te vas de aquí.
- ¿Qué dices, madre?
- No pierdas tiempo, voy a preparar la montura de un burro.
Los pescadores usaban burros para desplazarse por las penínsulas. No tenían propietario en sí. Pastaban en los verdes campos que recortaban el mar y estaban a disposición del pescador que los necesitara. Eran lentos pero de paso firme. Y nobles.
De camino a La Posada Triste, Mirleen y su hijo apenas hablaron. Franz llevaba las rindas del animal, mientras Mirleen iba montado tras él con los dos pies hacia el mismo lado. Anocheció y tuvieron que parar en uno de los últimos Pueblos. Hicieron noche en una Taberna muy parecida a la de Susto. Cuando por fin reinó el silencio en la planta baja de la construcción, Franz no pudo contenerse y finalmente preguntó a su madre. Nunca había cuestionado sus decisiones, pero empezaba a estar preocupado.
- ¿Qué pasa, mamá?
Mirleen se incorporó del lecho de paja en el que estaba recostada. Tras unos instantes en silencio, comenzó a hablar:
- Hijo, en esta vida, hay pocos, muy pocos afortunados, que saben cuál es su misión. Tu padre lo sabía, tu abuelo lo sabía, todos tus antepasados en cuatro mil años tenían un objetivo, y para todos era el mismo. Algunos lo llevaron a cabo. La mayoría, murieron sin ni siquiera tener que tocar un acorde. Pasan generaciones sin que haya guerras con el Norte.
- Nunca me hablaste de mi padre. ¿Era un caballero o algo así?
- No te hablé porque quizá fuera peligroso. Verás, seguramente en la taberna te hayan contado algunas historias. Historias sobre bestias del Norte, caballeros que lucharon contra ellas y… sobre La Bandurria del Dios Trueno. Mira el libro que te regalé Franz… ¿qué crees que es?
Franz buscó en la oscuridad, con la mirada, el bulto donde estaba su laúd y el cancionero que le había regalado su madre. Mirleen continuó hablando, mirando el suelo de la habitación.
- Tu padre… tu padre falló. Él, igual que su padre y el padre de su padre, era el portador de la bandurria, pero en el último intento de conquista, falló. Y después cayó la ciudad de Léh y tuvimos que huir –Las lágrimas acudían a sus ojos-. Si los caballeros de Guj te buscan, sólo significa una cosa. Una guerra contra el Norte está a punto de empezar. Y tú debes portar La Bandurria del Dios Trueno ahora.
- Pero tú antes has dicho que pasan generaciones sin que haya guerras con el Norte. Sin embargo mi padre murió en una guerra, y yo ahora tengo que ir a otra.
- Y tu abuelo también peleó en una. Pero después de estos últimos intentos, pasan siglos en la historia hasta que vuelve a haber otro intento. Yo creo… yo creo que en el Norte tuvieron una revelación. Sabían que un Juglar iba a ser débil, e insistieron. Tu padre fue débil. Ahora creen que no existe nadie que pueda detener a sus bestias. Y vuelven.
- ¿Mi padre era un Juglar?
- Vete acostumbrándote a ese nombre. Para Los Caballeros de Guj no tienes nombre Franz, eres el Juglar, su arma de guerra más preciada. Hay millares de hombres que van a morir por ti. Dispuestos a hacerlo ahora que saben que existes.
Franz se quedó en silencio, mareado ante la responsabilidad que amanecía en su vida. Finalmente Mirleen le sonrió y le dijo:
- Intenta dormir un poco.
Tardó mucho en dormirse el Juglar. Pero finalmente sucumbió al cansancio del viaje.
Se encontró frente a una puerta enorme, llena de luz. Todo lo demás era oscuro. Con valentía, se acercó a la luz. Traspaso el marco de la puerta y llegó a una sala abovedada, de piedra, altísima, sin ninguna esquina. En el centro, sobre un trono gigante de oro, un titán ataviado con una armadura brillante como Franz no había visto nunca lloraba con la cabeza apoyada en una mano. Su piel era blanca. Su pelo era largo y negro. Sobre su ojo izquierdo un rayo plateado partía su cara. Franz lo contempló, pero el titán no apartó la mano de sus ojos. Y continuó llorando.
A la mañana siguiente continuaron el viaje hacía La Posada Triste. El Juglar reflexionaba sobre la charla que había tenido con su madre la noche anterior, y su madre apuraba junto a su hijo, los que sabía iban a ser sus últimos instantes juntos durante al menos, unos meses: se acercaba a su nuca y olía su piel y su pelo.
Todos los caminos que recorrían Los Pueblos de Pescadores confluían en La Posada Triste. Atrás quedaron las verdes penínsulas. Allí el terreno era árido y polvoriento. Los soles bajaban lento. Por fin, vislumbraron la posada. Era un edificio colosal de piedra negra, con cuatro torres, una por cada esquina de la muralla. En realidad no era ni mucho menos una posada. Era una fortaleza de la retaguardia de las guerras contra el norte. Cuando la ciudad de Léh estaba viva, las rutas comerciales entre los Pueblos de Pescadores y la ciudad sólo se detenían en tiempo de guerra. La fortaleza alojaba a todos los mercaderes y viajeros que hicieran esa ruta. Recibía el apodo de “triste” porque muchos soldados habían muerto en sus habitaciones, y decían que estaba poblada de fantasmas. Por lo que Mirleen sabía, la posaba estaba vacía desde la caída de Léh. Ni siquiera una pequeña guarnición de Caballeros de Guj la ocupaba. Hasta ahora.
Cuando llegaron al rastrillo, estaba levantado, y sobre él, en la piedra un águila enorme batió las alas. Dentro, en el patio de armas, tres caballos estaban amarrados a un tocón de madera. Por la puerta de una de las torres de flanqueo apareció un hombre delgado, de pelo oscuro y piel pálida. Iba vestido con una ropa prieta y oscura.
- Saludos Mirleen, confiamos en que el rumor de que te buscábamos llegara a ti.
- Ardilla, ¿eres tú?
- Así es, mi señora. El Lord Supremo creyó conveniente mandar a buscaros a alguien que os conociera.
- Y tú debes ser el nuevo Juglar –Ardilla se arrodilló respetuosamente frente a Franz. El muchacho se sonrojó.
Por otra puerta apareció un segundo hombre, mucho más joven pero de rasgos y ropajes idénticos.
- Así que ya han llegado.
- Mirleen, –dijo Ardilla incorporándose- te presento a Topen al Rug. Es muy joven, pero seguramente todos le acabaremos llamando Lombriz.
- ¿Qué clase de nombre son esos para caballeros? –preguntó el Juglar, curioso y un poco indignado. Se suponía que le iban a proteger en una guerra.
- Oh, con frecuencia tras los nombres más inocentes se encuentran las espadas más peligrosas –dijo Ardilla sonriendo.
- Fíjate en ti, “Juglar”, que vas a derribar a bestias más grandes que este castillo –dijo Topen al Rug, bastante serio.
Ardilla miró de nuevo a Mirleen, con seriedad.
- Debemos partir inmediatamente. Un enlace nos espera en El Foco de Peste para pasar al otro lado de las montañas. Ahora la habitan tribus deleznables, pero que pueden ser útiles en tiempos de guerra. Antes de ir a El Pasito debemos ir a Ral. Allí gobierna un mago del norte, mi señora. Debemos derrocarle antes de que empiece la guerra, o mucho nos tememos los caballeros de Guj de que nos encontraremos como papel entre dos filos de espada. ¿Traeréis como es natural el cancionero y la bandurria, verdad?
El rostro de Mirleen se volvió blanquecino y tembloroso, extremadamente frágil. Lágrimas resbalaron por sus mofletes.
- Mi marido guardó la bandurria en la cámara del Templo Azul, antes de caer enfermo. Cuando escapamos de Léh no pude recuperarla. No tuve tiempo.
- Maldición –dijo Ardilla resignado-. Tendremos que ir a Léh.
- Veamos el lado bueno, por lo menos sabemos dónde está –dijo Topen al Rug. Ningún balero habrá sido capaz de abrir la cámara. Ni siquiera yo sé. Además, desde que se dominan Léh nuestras relaciones con los baleros han mejorado mucho. Nosotros les dejamos parte de la prisión del Topo desde hace años. Allí hacen… experimentos. Nos ayudarán, y ver la bandurria quizá les convenza de unirse a nosotros en la guerra contra El Norte.
- Cenaremos algo y partiremos al amanecer –sentenció Ardilla-. Enviaré una nota con el águila al contacto en la cordillera, y le diré que le veremos al este de Léh.
Cuando reinó la noche y el Juglar se durmió, volvió a encontrarse ante el titán de la armadura plateada. Seguía llorando. Como si un impulso dentro de él le empujara, el Juglar se arrodilló ante el titán, agachó la cabeza y cerró los ojos. Un instante, y los sollozos habían desaparecido. Cuando el Juglar alzó la cabeza y apartó la melena de sus ojos, el titán lo observaba sonriente. El rayo plateado de su rostro brillaba como si estuviera formado por millones de cristales.
Y entonces el Dios Trueno le guiñó un ojo.

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