Chapoteos,
ranas, suspiros y viento. Ella volvió. Con pesadez, la columna avanzaba sobre
el barro de Barro. La orilla del rio Enfermo estaba viva, pero más allá no
había nada. A su lado, Hartiz temblaba de frío, y añadía el castañeo de sus
dientes a la melodía que flotaba en el aire. Tac.
“Le
han encontrado muerto”. Otros le siguieron. Los conejos no deben salir de sus
madrigueras. Los conejos corren y se esconden. Los conejos no pelean. Pero los
carrences de la Custodia ya no eran conejos, eran custodios, por eso vivían,
por eso pasaban frío. El problema era la niebla: verde, espesa y helada. Y el
olor. El aire traía un olor oscuro que nadie podía aguantar. Un olor a muerte: a
los cadáveres que arrastraba el río. Cadáveres antes de humanos. Humanos antes como
ellos. Ellos antes más vivos que ahora. La orilla estaba viva, el rio muerto.
Tamar
llevaba dos semanas sin ver sus botas. El barro de Barro les llegaba por la
cintura y ya se había tragado a varios compañeros.
-No
vayas por allí-
Lo
mejor era hacerla caso, porque estaba muerta y sabía dónde estaba la muerte.
Chof, croac, ay, fush. Tac. Chof, croac, ay, fush. Tac.
Y el sonido de un cuerno.
Trayon reposó sus antebrazos sobre la balaustrada del balcón
del Palacio Blanco y contempló cómo los dos soles se alzaban sobre Verdemar. Al
sur el Marl Último amenazaba tormentas. Disfrutó de la brisa peinando sus
cabellos largos y rubios. Los rayos se colaban entre las densas nubes violetas
y sus reflejos jugaban con las olas del mar. Trayon sacó de su cinto una
pequeña pipa de madera y un sobre de papel con hierba de La Vega de los Molinos. Le
pareció un buen momento para fumar.
Entretenido con el amanecer y las siluetas de humo, tuvo que
volver a la realidad cuando los cuernos de metal sonaron. Dejó cuidadosamente
la pipa sobre el borde del balcón y volvió al interior. Atravesó la inmensa
sala de mármol blanco. Llegó al otro lado, donde había otro balcón y saludó a
su ejército, que le esperaba en la inmensa explanada a los pies de la fortaleza
blanca. Fue recibido con gritos de jolgorio, y se vio obligado a desenfundar el
gigantesco mandoble que solía llevar cruzado a la espalda y blandirlo contra el
amanecer. Después volvió a colocarlo donde debía estar siempre que no se
presentara batalla, y cruzó las manos, esperando a la llegada del Murgaño.
Las capas violetas no tardaron en aparecer, encapuchados y
sin hablar. Vinieron del Norte con el Murgaño, y ejecutaban los nuevos cultos
impuestos en la ciudad. Instantes después apareció el Murgaño. Vestía una
largísima túnica blanca, que arrastraba un par de metros. Llevaba un cetro
blanco en su mano enguantada en negro. Era un hombre pálido y delgado, calvo,
de mirada oscura y penetrante.
Trayon notó como los soldados se ponían rígidos. Percibió la
diferencia entre la admiración que sentían por él y el miedo que les infundía
el Murgaño, con su bestia del lago.
El Murgaño se colocó en el centro de todos los que estaban
en el balcón, y se dirigió al ejército que tenía a sus pies.
“Hombres de Ral, decidme, decidme qué de malo os ha traído
el Norte. (Guardó silencio unos instantes). Nada.
Vuestas creencias más oscuras llevaron esta tierra a la
maldición. Nos repelisteis una y otra vez a lo largo de los tiempos. Nos
odiabais, pero no sabíais por qué. Seguíais las ideas de los Caballeros de Guj
y no cuestionabais su razón. Llegaron tiempos oscuros, y la ciudad de Léh
pereció en las sombras ¿Fue el Norte responsable? No. Fueron Los Caballeros de
Guj. Después se produjo la llegada de los Custodios ¿Fue el Norte responsable
de los asesinatos, los saqueos y las violaciones? No.”
Trayón recordaba todo eso con nitidez. Fue nombrado el
Comandante en Jefe de los Ejércitos de Ral más jóven de todos los tiempos, y
aprendió rápido de todo aquello. Recordaba cómo los viejos generales llamaban a
las batallas contra los Custodios “Novatadas”. Sonrió al recordar que a pensar
de la juventud que poseía entonces, nadie nunca cuestionó su autoridad. Recordó
cómo lo jaleaban sus hombres en el terreno de batalla, cuando partía a tres
hombres a la mitad de un solo mandoble, en el centro de la vanguardia. El
Murgaño continuaba con su discurso:
“Contemplasteis mi poder, vistes cómo salvé que esta ciudad
sucumbiera. La Custodia
se recluyó en una isla y la ciudad de Ral fue la única flor que no se pudrió de
todo Barro. Mirad nuestros palacios blancos, limpios y a nuestras muchachas,
puras como el agua que corre por nuestros arroyos.
Sí, pero avanzad hacia el Oeste, avanzad y veréis lo que los
Caballeros de Guj han hecho con Barro. Vedlo con vuestros propios ojos, y
cuando lleguéis al Foco de Peste, si creéis que los valerosos hombres del Norte
que allí os esperan no merecen vuestra confianza, no seréis dignos de llamaros
hijos de Ral.
Y no tengáis miedo por dejar a vuestras mujeres y a vuestros
hijos desprotegidos, porque aquí queda todo el poder del Norte, que es
suficiente para calmar a los inconscientes que se planten frente a nuestras
tierras”
El Murgaño siseó algo suavemente con los ojos cerrados. El
inmenso lago que se extendía en el norte de la explanada comenzó a agitarse. De
sus profundidades emergió una bestia colosal, de garras y dientes afilados y
enormes, de piel de barro y ojos acuosos. La bestia gritó y el Murgaño abrió
los ojos, y donde antes había una bestia, todo lo que volvió a haber fue una
lluvia de barro y agua.
Trayon sabía lo que era luchar con esa bestia a su lado. Lo
había visto arrasar batallones de un manotazo. No se imaginaba como habían los
Caballeros de Guj repelido una y otra vez a los Norteños a lo largo de los
tiempos con una Bandurria. “El Murgaño despierta a la bestia cuando quiere, eso
no hay laúd que lo pueda evitar”, reflexionó.
-Partid con la mitad de vuestro ejército, el más veterano
que tengáis. Los soldados jóvenes quedaran en la ciudad para protegerla, y para
disfrutar de sus pequeños hijos y jóvenes esposas. No será necesario más que
eso, mi querido Trayon. Partirás antes de que los soles lleguen a lo alto de la
cúpula.
La voz del Murgaño era metálica y grave, pero a él siempre
lo había tratado con cordialidad.
El ejército que había en la explanada se deshizo. Y los
hombres volvieron a sus casas, o burdeles o templos, todos ellos de mármol
blanco como el pelo de un anciano. Trayon se reunió con todos sus generales en
una inmensa sala para banquetes que existía en el Palacio Blanco y comentó cómo
debían organizarse los batallones. Los generales se levantaron y fueron a las
tiendas del campamento a los pies del lago. Durante la comida, fueron
decidiendo dónde debía permanecer cada uno de sus hombres.
Trayon fue a despedirse de su señora.
Cuando llegó a su palacete, la encontró en el patio trasero,
junto al pozo. Era un poco mayor que él, y tenía el pelo gris, largo y suave.
Era delgada, de pechos generosos, piel blanca y ojos verdes. Leía con
tranquilidad un romancero. No fue necesario hablar. Trayon la sujetó con
delideza del mentón y comenzaron a besarse. No tardó ella en estar desnuda
sobre él, cabalgándola como una gran amazona. Le agarró sus pelos dorados con
fuerza, y entonces Trayón la agarró de las muñecas, la hizo desmontar, la dió
la vuelta y la penetró por detrás. Ella comenzó a gritar y el le agarró de los
pezones con firmeza. Pronto los flujos asomaron donde se juntaban los cuerpos,
y jadeantes, descansaron abrazados con la espalda sobre el pozo. Ella le lamió
el falo con suavidad.
-Mi mandoble…-susurró la mujer-. Volved, por los dioses,
volved.
Trayón se colocó de nuevo el calzón y las calzas. Se
despidió con un beso y fue a los pies del lago, donde los hombres que partirían
hacia el Foco de Peste ya aguardarían.
Allí estaban, formando. Trayon montó a caballo, uno más
grande de lo normal para que la proporción fuera la adecuada y revisó filas.
A medio camino les gritó:
-¡¡Yo soy Trayon, el que nunca perdió una batalla!!
Los soldados levantaron las picas y gritaron:
-¡¡¡Ral, Ral, Ral!!!
“Espero que el Norte merezca la pena tanto como mis hombre y
yo mismo”. Pensó Trayon, orgulloso de su ejército.
Era muy frustrante. La niña no
prestaba atención a las lecciones de protocolo. Sólo le interesaba la magia.
Adelaida estaba perdiendo la paciencia por momentos.
-Debe inclinar la cabeza cuando me
detengo. Ni antes, ni después-
Demasiado trabajo. El hermano mayor
de la princesa Camila era mucho más aplicado: muy rebelde, sí, pero buen
estudiante a pesar de todo. Su desaparición causó una gran conmoción en todo el
palacio.
-Adelaida, ¡esto es un rollo!, ¿por
qué tengo que aprender a tratar bien a los demás?- se quejó Camila-
-Ya lo hemos hablado, cuando sea
reina tendrá que recibir a personas muy importantes, debe aprender a mostrarlas
el respeto que se merecen-
Un suspiro. Vuelta a empezar. Dejó a
la niña sentada en el trono de madera de tejo y salió del salón de cristal.
Entró otra vez y avanzó con toda la solemnidad que pudo. Cuando estuvo a cinco
metros de Camila se detuvo, pero la chiquilla estaba distraída con un pájaro
que se había posado sobre el techo transparente.
-¡Princesa Camila!-
-Joo… ¡no quiero hacerlo más!-
-Está bien, lo dejaremos por hoy,
pero mañana tendrá que volver a intentarlo-
-Ya sé cómo se hace, pero estoy
cansada, quiero aprender a hacer frío-
-Todavía es muy joven para usar ese
poder-
-Carolo podía usarlo cuando le daba
la gana-
-El príncipe Carolo hacía mal, y ya
no está. Aprenderá a hacer frío cuando sea mayor-
Adelaida levantó a la niña y le dio
la mano. Salieron del salón de cristal y se dirigieron juntas a la torre del
cielo, dónde la niña debía ser instruida durante las próximas dos horas. Era la
clase más importante del día, más incluso que la de magia, pero a Camila
tampoco le gustaba.
Zarzamarga nunca había sido una
potencia económica ni militar. Tampoco disponía de recursos naturales
abundantes, como Salinas o Vadoverde. No destacaba por absolutamente ninguno de
los valores tradicionales que los libros emplean para medir la grandiosidad de
las ciudades. Pero Zarzamarga tenía a los Videntes.
Se decía que la casa Cúmulo era una
de las más antigua de Irune: era mencionada en cada libro de historia conocido,
sin importar la época en la que había sido escrito. Un ojo con un copo de nieve
en vez de pupila era el símbolo de la casa: muy inapropiado si se tenía en
cuenta que nunca hacía frío en Zarzamarga…salvo cuando un Vidente quería que lo
hiciera.
Los ojos azules brillantes, clarísimos,
servían para distinguir a los descendientes de Castor Cúmulo, el primero de los
Videntes. La historia de esta casa era tan ancestral que podían verse ojos
azules claros por casi todo Semilla y Barro, pero sólo la línea directa de
sangre era capaz de desarrollar completamente los poderes de videncia y emplear
la magia eficazmente. El actual rey de Zarzamarga, y por lo tanto Vidente
Supremo, era Carello VI, que a la avanzada edad de ochenta y tres años solo
había dejado dos descendientes y una sensación de fracaso en la casa Cúmulo: no
pudo ver la caída de Léh.
No eran buenos tiempos para
Zarzamarga. Cuando el príncipe Carolo se esfumó de repente todo fue de mal a
peor. Durante siglos, quizás milenios, los reyes de Zarzamarga nunca tuvieron
deseos ni necesidad de abandonar su ciudad de arena y cristal. Los grandes
personajes de la historia habían acudido a la casa Cúmulo con la esperanza de
arrojar luz sobre los acontecimientos del futuro. Siempre se había respetado la
opinión de los reyes de Zarzamarga, y no solo por las visiones: su sabiduría y
su capacidad de mediación en los conflictos era de sobra conocida. Los reyes no
solían abandonar la ciudad, por eso era incomprensible la idea de que el
príncipe hubiera huido, sus antepasados nunca tuvieron ese carácter. Se barajó
la posibilidad de que hubiera sido secuestrado, pero ¿por quién? Zarzamarga
nunca había tenido enemigos. Aunque Carello VI no viera la caída de Léh, supo
anteponerse a la cruzada de fanatismo de los baleros en Semilla y evitó la
entrada de las tropas de Karaden en la ciudad. Incluso intervino en el fin de
las persecuciones religiosas.
La institutriz y la niña comenzaron a
subir las escaleras de la torre del cielo.
-¿Por qué no puedes enseñarme tú a
leer en el cielo?- preguntó la pequeña princesa
-Me gustaría hacerlo, pero no sé leer
los símbolos del firmamento, escapan a mi comprensión-
Adelaida pertenecía a una de las
ramas secundarias de los Cúmulo, como la gran parte de Zarzamarga. No
desarrollaría jamás la capacidad de generar frío, y sus visiones solo
alcanzaban a situaciones cotidianas. Su dominio de la magia era muy alto, pero
no podía compararse con el de Camila, y eso que la niña sólo tenía seis años.
Llegaron a la puerta de la torre.
Adelaida llamó, pero nadie contestó, así que entró con la niña. La enorme
cúpula de cristal acentuaba el poder de los dos soles y la sala parecía un
horno. Los Cúmulo no soportaban el calor, pero vivían en la zona más árida de
Semilla. Los diarios de los grandes reyes de Zarzamarga eran claros al
respecto: “Hay algo en esta tierra que acentúa nuestras visiones”. La mezcla de
sangres había ido deteriorando la magia, y cada vez era más raro verla en
Irune. Pocas personas podían emplearla, y todavía menos sabían desarrollar su
verdadero potencial. Adelaida había oído rumores sobre hijos de granjeros o
pescadores: gente común que de repente había sido capaz de realizar magia. La
sangre es caprichosa, y los descendientes de los magos no siempre son capaces
de imitar las habilidades de sus antepasados. Adelaida estaba emparentada con
Camila, de eso no cabía duda, pero los padres de la institutriz eran sirvientes
en el palacio, y sus abuelos simples campesinos. Era imposible determinar quién
era su ancestro común, porque la línea de sangre se extendía hasta el inicio de
los tiempos.
El rey Carello VI había iniciado hace
unos veinte años un proyecto muy ambicioso para instruir en las artes mágicas a
las personas que despertaban el don, pero los resultados habían sido
decepcionantes, y rápidamente perdió el interés cuando nació el príncipe
Carolo.
Adelaida todavía recordaba el día en
el que consiguió invocar zarzas: salieron de sus manos y bloquearon la puerta
de la cocina. Sus padres pidieron audiencia con el rey, que accedió a que
recibiera instrucción en el palacio.
-No me gustan las clases del tío
Fauno, solo quiero jugar con él-
-Lo sé princesa, pero su tío es muy
sabio. Debería prestarle más atención, puede enseñarle mucho. Aprender también
puede ser divertido-
-¡Pero si se queda dormido mientras
habla! - se quejó la niña - a él también le aburre darme clase-
El hermano mayor del rey Carello VI
comenzaba a manifestar síntomas de demencia senil. Al contrario que en las
líneas sucesorias tradicionales de Irune, en la casa Cúmulo el primogénito no
heredaba derecho al trono: el descendiente con mayores aptitudes mágicas y de
videncia se convertía en rey. Nunca hubo problemas en temas de sucesión, porque
está en la naturaleza de los Cúmulos el ser dialogantes y sensatos.
Cuando el anciano apareció, los soles
se encontraban justo encima de la cúpula de cristal.
-¡Llegas muy tarde tío!-
-Son las doce y cinco, no es para
tanto…-dijo Fauno mirando el cielo, ya que sabía decir la hora del día mirando
la posición de los soles y de las estrellas-¡La culpa es vuestra!
-Terminamos pronto la lección de protocolo
y decidí subir antes, disculpe-
El viejo avanzó sonriendo y dejó su
chaqueta en un pesado sillón de terciopelo azul. A veces fingía enfadarse con
la niña, pero en realidad le provocaba una inmensa alegría pasar las tardes con
ella, a pesar de que la princesa nunca mostraba el menor interés en sus lecciones.
Sólo le interesaba la magia, y el anciano se pasaba la mayor parte del tiempo
haciendo trucos graciosos para verla sonreír. Apenas le enseñaba como leer el
cielo, y eso era un problema, por eso el rey insistía en que Adelaida estuviera
presente en las lecciones y presionara al viejo príncipe Fauno para que no
perdiera el tiempo en juegos. El futuro de Zarzamarga estaría en los ojos de
Camila.
-¡Haz un truco!-pidió alegremente la
niña
El anciano se giró, y borrando la
sonrisa de su rostro se arremangó la camisa para después levantar los brazos
solemnemente. Unas zarzas de hielo salieron de la punta de sus dedos y
comenzaron a entrelazarse. Bailaban. Era muy hermoso verlo.
-¡Auch!- gritó el viejo con cara de
dolor exagerado-
Las zarzas desaparecieron al instante
dejando tan solo pequeñas luces en el aire.
La niña estalló en carcajadas.
-¡Siempre te pinchas!-
Fauno se sentó en el sillón.
-Las zarzas son como las visiones: se
entrelazan, aparecen donde menos te lo esperas…Nos protegen con sus púas, pero
también nos pueden hacer daño. Hay que saber cuándo cortarlas porque pueden
apoderarse del jardín. Con las visiones ocurre igual: no debemos dejarlas fluir
a su antojo y sumergirnos en ellas. Son peligrosas. Ver el futuro no debe
hacernos olvidar que vivimos en el presente.
-Hazlo otra vez tío Fauno-
Adelaida se adelantó a la respuesta
del príncipe:
-Tiene mucho que aprender hoy, ya
habrá tiempo para juegos-
-La señorita Adelaida tiene razón.
Tengo que enseñarte algo muy importante. ¿Ves aquella nube amarillenta en el
cielo?-
-Sí…parece una antorcha, pero está
desapareciendo-
Adelaida entendió el significado:
Lumérila. Los marineros de los barcos mercantes habían traído la noticia de que
la ciudad había sido arrasada por la Custodia. Quizás el rey Carello viera la
destrucción de la ciudad, pero muchas veces las visiones eran difusas, y otras
muchas era mejor dejar que los acontecimientos, por muy terribles que fueran,
siguieran su curso. Nadie en el mundo podía compartir la impotencia y soledad
que experimentaba el rey de Zarzamarga cuando algo tan horrible, que él ya
había visto, ocurría finalmente.
Observar el cielo e interpretar sus
señales era el primer paso para ver el futuro, aunque el firmamento solo
mostraba acontecimientos de un pasado reciente.
-Lumérila ha sido destruida hace
poco. Es lo que el cielo quiere contarnos-
-¡Hay fuego allá a lo lejos! Ha caído
un rayo de esa nube negra tan grande y a quemado un árbol -exclamó la niña
señalando
El viejo se levantó sobresaltado.
Miró, pero al no ver nada cogió un catalejo y recorrió el horizonte. La nube
llegaba del norte. Avanzaba muy rápido.
-¿Qué significa esa señal tío?-
Adelaida miró con preocupación el
rostro del anciano. Una lágrima solitaria recorría lentamente el surco de una
de sus arrugas.
-Significa poder. Truenos. Un destino
terrible y una carga atroz para alguien…-
-¿Qué ha visto?-preguntó Adelaida
asustada
-Las bestias están despertando-
A lo lejos, los ecos de la tormenta
retumbaron en la cúpula de cristal mientras el cielo se teñía de gris. Camila
se abrazó a la falda de Adelaida.
Al día siguiente, después de comer, Mirleen se acercó a La Taberna de Coral. Al entrar escuchó gemidos en la trastienda. Decidió salir y esperar. Al rato, un hombre de unos sesenta años con bigote blanquecino, barriga cervecera y capa y jubón negros salió de la taberna. Saludo a Mirleen discretamente y puso rumbo a El Vigía. Era el más anciano de todos los guardianes del faro. Bajó la calle silbando una melodía que Mirleen conocía muy bien, y su hijo quizá conociera ya.
Franz había estado toda la mañana practicando con el cancionero que le había facilitado su madre. Era un tomo muy gordo, pero tenía muchas partituras en blanco al final. Cuando Braxos pasó junto a su casa él estaba en la puerta, fumando de su pipa.
- Oye Braxos, ¿dónde aprendiste a silbar esa melodía que siempre silvas?
- Es la “Nana de las Tormentas”. Es una historia muy larga, pero todos mis antepasados la silbaron, incluso antes de que levantaran El Vigía. El primero de los de mi sangre que la silbó la escuchó a bordo de La Propiedad –dijo Braxos sonriendo con orgullo-.
- ¿Sí? Pues yo la sé tocar con el laúd. He aprendido esta mañana.
- Me halagas, niño. He visto a tu madre, está en La Posada de Coral. No sabía que le gustara la cerveza.
- No ha ido por eso.
La pasada noche, tras la visita de Stan, Mirleen estuvo nerviosa y apenas durmió. Le pareció que después de comer sería la hora más adecuada para ver a Susto e interrogarla sobre los Caballeros de Guj que habían preguntado por ella y su hijo.
- Algunos pescadores ya habían hablado de ello otras noches –dijo Susto abrochándose los últimos botones de una blusa-. Han ido por varios pueblos preguntando por vosotros. Claro que muchos, por no decir casi todos no os conocen. Los Pueblos de Pescadores son más grandes de lo que parecen.
- ¿Y te dijeron dónde estaban?
- Sí, me dijeron que te esperaban en La Posada Triste. ¿Qué quieren de ti, Mirleen? – Susto se colocó su maraña de pelo rizado.
- Nada, nada… Muchas gracias por todo Susto.
Y Mirleen corrió de nuevo a casa. Cuando llegó, Franz aún estaba en la puerta, jugando con el humo.
- Hijo, prepara un pequeño petate, no olvides el laúd y el libro que te di anoche. Te vas de aquí.
- ¿Qué dices, madre?
- No pierdas tiempo, voy a preparar la montura de un burro.
Los pescadores usaban burros para desplazarse por las penínsulas. No tenían propietario en sí. Pastaban en los verdes campos que recortaban el mar y estaban a disposición del pescador que los necesitara. Eran lentos pero de paso firme. Y nobles.
De camino a La Posada Triste, Mirleen y su hijo apenas hablaron. Franz llevaba las rindas del animal, mientras Mirleen iba montado tras él con los dos pies hacia el mismo lado. Anocheció y tuvieron que parar en uno de los últimos Pueblos. Hicieron noche en una Taberna muy parecida a la de Susto. Cuando por fin reinó el silencio en la planta baja de la construcción, Franz no pudo contenerse y finalmente preguntó a su madre. Nunca había cuestionado sus decisiones, pero empezaba a estar preocupado.
- ¿Qué pasa, mamá?
Mirleen se incorporó del lecho de paja en el que estaba recostada. Tras unos instantes en silencio, comenzó a hablar:
- Hijo, en esta vida, hay pocos, muy pocos afortunados, que saben cuál es su misión. Tu padre lo sabía, tu abuelo lo sabía, todos tus antepasados en cuatro mil años tenían un objetivo, y para todos era el mismo. Algunos lo llevaron a cabo. La mayoría, murieron sin ni siquiera tener que tocar un acorde. Pasan generaciones sin que haya guerras con el Norte.
- Nunca me hablaste de mi padre. ¿Era un caballero o algo así?
- No te hablé porque quizá fuera peligroso. Verás, seguramente en la taberna te hayan contado algunas historias. Historias sobre bestias del Norte, caballeros que lucharon contra ellas y… sobre La Bandurria del Dios Trueno. Mira el libro que te regalé Franz… ¿qué crees que es?
Franz buscó en la oscuridad, con la mirada, el bulto donde estaba su laúd y el cancionero que le había regalado su madre. Mirleen continuó hablando, mirando el suelo de la habitación.
- Tu padre… tu padre falló. Él, igual que su padre y el padre de su padre, era el portador de la bandurria, pero en el último intento de conquista, falló. Y después cayó la ciudad de Léh y tuvimos que huir –Las lágrimas acudían a sus ojos-. Si los caballeros de Guj te buscan, sólo significa una cosa. Una guerra contra el Norte está a punto de empezar. Y tú debes portar La Bandurria del Dios Trueno ahora.
- Pero tú antes has dicho que pasan generaciones sin que haya guerras con el Norte. Sin embargo mi padre murió en una guerra, y yo ahora tengo que ir a otra.
- Y tu abuelo también peleó en una. Pero después de estos últimos intentos, pasan siglos en la historia hasta que vuelve a haber otro intento. Yo creo… yo creo que en el Norte tuvieron una revelación. Sabían que un Juglar iba a ser débil, e insistieron. Tu padre fue débil. Ahora creen que no existe nadie que pueda detener a sus bestias. Y vuelven.
- ¿Mi padre era un Juglar?
- Vete acostumbrándote a ese nombre. Para Los Caballeros de Guj no tienes nombre Franz, eres el Juglar, su arma de guerra más preciada. Hay millares de hombres que van a morir por ti. Dispuestos a hacerlo ahora que saben que existes.
Franz se quedó en silencio, mareado ante la responsabilidad que amanecía en su vida. Finalmente Mirleen le sonrió y le dijo:
- Intenta dormir un poco.
Tardó mucho en dormirse el Juglar. Pero finalmente sucumbió al cansancio del viaje.
Se encontró frente a una puerta enorme, llena de luz. Todo lo demás era oscuro. Con valentía, se acercó a la luz. Traspaso el marco de la puerta y llegó a una sala abovedada, de piedra, altísima, sin ninguna esquina. En el centro, sobre un trono gigante de oro, un titán ataviado con una armadura brillante como Franz no había visto nunca lloraba con la cabeza apoyada en una mano. Su piel era blanca. Su pelo era largo y negro. Sobre su ojo izquierdo un rayo plateado partía su cara. Franz lo contempló, pero el titán no apartó la mano de sus ojos. Y continuó llorando.
A la mañana siguiente continuaron el viaje hacía La Posada Triste. El Juglar reflexionaba sobre la charla que había tenido con su madre la noche anterior, y su madre apuraba junto a su hijo, los que sabía iban a ser sus últimos instantes juntos durante al menos, unos meses: se acercaba a su nuca y olía su piel y su pelo.
Todos los caminos que recorrían Los Pueblos de Pescadores confluían en La Posada Triste. Atrás quedaron las verdes penínsulas. Allí el terreno era árido y polvoriento. Los soles bajaban lento. Por fin, vislumbraron la posada. Era un edificio colosal de piedra negra, con cuatro torres, una por cada esquina de la muralla. En realidad no era ni mucho menos una posada. Era una fortaleza de la retaguardia de las guerras contra el norte. Cuando la ciudad de Léh estaba viva, las rutas comerciales entre los Pueblos de Pescadores y la ciudad sólo se detenían en tiempo de guerra. La fortaleza alojaba a todos los mercaderes y viajeros que hicieran esa ruta. Recibía el apodo de “triste” porque muchos soldados habían muerto en sus habitaciones, y decían que estaba poblada de fantasmas. Por lo que Mirleen sabía, la posaba estaba vacía desde la caída de Léh. Ni siquiera una pequeña guarnición de Caballeros de Guj la ocupaba. Hasta ahora.
Cuando llegaron al rastrillo, estaba levantado, y sobre él, en la piedra un águila enorme batió las alas. Dentro, en el patio de armas, tres caballos estaban amarrados a un tocón de madera. Por la puerta de una de las torres de flanqueo apareció un hombre delgado, de pelo oscuro y piel pálida. Iba vestido con una ropa prieta y oscura.
- Saludos Mirleen, confiamos en que el rumor de que te buscábamos llegara a ti.
- Ardilla, ¿eres tú?
- Así es, mi señora. El Lord Supremo creyó conveniente mandar a buscaros a alguien que os conociera.
- Y tú debes ser el nuevo Juglar –Ardilla se arrodilló respetuosamente frente a Franz. El muchacho se sonrojó.
Por otra puerta apareció un segundo hombre, mucho más joven pero de rasgos y ropajes idénticos.
- Así que ya han llegado.
- Mirleen, –dijo Ardilla incorporándose- te presento a Topen al Rug. Es muy joven, pero seguramente todos le acabaremos llamando Lombriz.
- ¿Qué clase de nombre son esos para caballeros? –preguntó el Juglar, curioso y un poco indignado. Se suponía que le iban a proteger en una guerra.
- Oh, con frecuencia tras los nombres más inocentes se encuentran las espadas más peligrosas –dijo Ardilla sonriendo.
- Fíjate en ti, “Juglar”, que vas a derribar a bestias más grandes que este castillo –dijo Topen al Rug, bastante serio.
Ardilla miró de nuevo a Mirleen, con seriedad.
- Debemos partir inmediatamente. Un enlace nos espera en El Foco de Peste para pasar al otro lado de las montañas. Ahora la habitan tribus deleznables, pero que pueden ser útiles en tiempos de guerra. Antes de ir a El Pasito debemos ir a Ral. Allí gobierna un mago del norte, mi señora. Debemos derrocarle antes de que empiece la guerra, o mucho nos tememos los caballeros de Guj de que nos encontraremos como papel entre dos filos de espada. ¿Traeréis como es natural el cancionero y la bandurria, verdad?
El rostro de Mirleen se volvió blanquecino y tembloroso, extremadamente frágil. Lágrimas resbalaron por sus mofletes.
- Mi marido guardó la bandurria en la cámara del Templo Azul, antes de caer enfermo. Cuando escapamos de Léh no pude recuperarla. No tuve tiempo.
- Maldición –dijo Ardilla resignado-. Tendremos que ir a Léh.
- Veamos el lado bueno, por lo menos sabemos dónde está –dijo Topen al Rug. Ningún balero habrá sido capaz de abrir la cámara. Ni siquiera yo sé. Además, desde que se dominan Léh nuestras relaciones con los baleros han mejorado mucho. Nosotros les dejamos parte de la prisión del Topo desde hace años. Allí hacen… experimentos. Nos ayudarán, y ver la bandurria quizá les convenza de unirse a nosotros en la guerra contra El Norte.
- Cenaremos algo y partiremos al amanecer –sentenció Ardilla-. Enviaré una nota con el águila al contacto en la cordillera, y le diré que le veremos al este de Léh.
Cuando reinó la noche y el Juglar se durmió, volvió a encontrarse ante el titán de la armadura plateada. Seguía llorando. Como si un impulso dentro de él le empujara, el Juglar se arrodilló ante el titán, agachó la cabeza y cerró los ojos. Un instante, y los sollozos habían desaparecido. Cuando el Juglar alzó la cabeza y apartó la melena de sus ojos, el titán lo observaba sonriente. El rayo plateado de su rostro brillaba como si estuviera formado por millones de cristales.
Pasaron
tres días. La ciudad de oro estaba medio derruida, y las cenizas flotaban por
doquier. Los
veintisiete hombres que salieron de Carrece contemplaron desde las barcazas la
primera purga en Semilla. Lumérila jamás volvería a brillar.
Los
custodios llamaban purgas a la incineración de los infectados por la peste, a
los que se podía distinguir porque su carne empezaba a pudrirse tras una semana
de extrema debilidad: la primera fase de una metamorfosis horrible, tras la que
dejaban de ser humanos. La carne de estas criaturas está muerta, pero viven. Y
matan. Y piensan. Y odian.
El
olor a carbón impregnaba el aire. Los tres días de gritos trajeron recuerdos
amargos a los carrences: recuerdos de guerra y de seres queridos asesinados.
Pero
esta situación era diferente, y los gritos también eran diferentes. Los baleros
atacaron Carrace sin avisar una noche calurosa y seca. El grito que se elevaba
sobre los llantos era el de “infieles”. En Lumérila un rugido atravesó las
llamas:
-“¡El
mazo sobre la carne!, ¡el mazo sobre la carne!”-
Tamar
se repetía a sí mismo que la matanza en Lumérila era necesaria para que la
peste no se propagara por Semilla, pero no podía evitar ver el reflejo de
Carrace en la imagen que proyectaban las ruinas de Lumérila en el rio Recio.
-La
Custodia es el escudo de Semilla. Era necesario. Lo que ha pasado no puede
compararse a lo que hicieron en Carrace-
-Puedes
repetirlo cuanto quieras, pero te estás engañando a ti mismo-
Ella
volvió con la muerte, pero en cuanto los fuegos y los gritos de la ciudad se
extinguieron su voz hizo lo mismo progresivamente. Ahora era un susurro que
tenía razón: lo que había pasado en Lumérila no era muy diferente de la matanza
que hubo en Carrace.
-Fines
diferentes, gritos diferentes, pero la muerte es la misma en todas partes-
-Tamar…-
Esta
voz era real.
Taxus
Manzano estaba detrás de él. Le había oído acercarse, a pesar de que el chico
era muy sigiloso.
Se giró.
-¿Qué
pasa?-
-Los
tipos de la primera barcaza se acercaron esta mañana a la ciudad. Dicen que los
custodios nos llevaran al Bastión en sus barcos-
-¿Cuándo?-
-Mañana
zarparán-
-Si
todavía tienes dudas sobre si deseas ir…-
-No
tengo elección. Debo liberar el último aliento de mi padre-
-Vete
ahora, todavía estás a tiempo. Eres muy joven para andar con venganzas
imposibles que ni siquiera sabemos si servirán de algo-
-¿Acaso
no crees en que el Ojo del Halcón está liberando a nuestros muertos?-
-Últimamente
no sé qué pensar-
Y
era cierto. La voz de su mujer, que estaba desvaneciéndose, volvió a sonar
igual que antes, sólo que mezclada entre los gritos de terror. No la arrastraba
el viento. Era posible que realmente Tamar se mereciera el mote de Pirado.
Cuanto más se alejaba de Carrace, más se cuestionaba sobre si las creencias del
Valle del Viento no eran más que una patraña ideada por unos locos como él.
-Voy
a dormir- dijo Taxus
-Yo
también-
Bajaron
juntos y se tumbaron en sus respectivas hamacas. Los sueños son livianos cuando
la realidad es dura. Despertaron a la mañana siguiente, y tras desayunar las
barcazas les llevaron a las ruinas del puerto de Lumérila, dónde les dijeron
que viajarían en la Puño de Piedra, la nave más grande de la flota que los
custodios habían enviado. Veintiseis voluntarios de Carrace, un vadoverdiense y
sesenta y cuatro ciudadanos de Lumérila de los que se sospechaba que estaban
infectados con la peste de Léh subieron a bordo. Otro barco llevaría a los
lumérilos a la isla Topo, donde serían sometidos a un estudio médico que sirviera
para combatir la peste. Nunca más se supo de ellos.
Tras
dos días de viaje la flota llegó. Salieron de las bodegas de día, pero no había
luz: frente a ellos se elevaba la mayor construcción de la humanidad, y tapaba
a los Gemelos. El Bastión Custodio. Antaño tenía otro nombre, aunque pocos se
acordaban: el Escudo. Así se le llamaba, por la forma de su planta, y tras sus
muros se dirigían las operaciones que permitían que las naves mercantes inundaran
la ciudad de Léh antes de que cayera.
El
escudo de Léh ahora era el mazo que pretendía aplastar a sus habitantes, y era
más grande y más poderoso que antes.
Cuando
desembarcaron no hacía frio. En dos semanas el clima había cambiado
radicalmente, y Tamar abandonó el barco llevando su ropa de montaña, por si
acaso. Cuando los pusieron en fila para asignarles batallón y dependencias se
desmayó por el calor.
-¡Levanta,
conejo!- le increpó el reclutador.
A
los que venían del Valle del Viento los llamaban conejos de forma despectiva. Tamar
fue asignado al quinto pelotónde la
tercera compañía del batallón Rojo, junto al Cucas y Haritz el Gordo. El resto
fueron asignados a diferentes pelotones. Como pudieron comprobar más adelante,
la norma era separar en distintos pelotones a los que venían de “tierras
infieles”. El balerio era omnipresente. Dentro del caos de razas y procedencias
que reinaba en el Bastión, la mano firme de Baler era la columna que mantenía
el orden. Los soldados de Karaden, Fuerte Soles y la Ciudad Nácar eran
intocables: insultar a uno, mirarle mal, o incluso respirar demasiado cerca de
su cara podía costarte la vida. Estas ciudades fueron la cuna del balerio, y el
control que tenía esta religión dentro de los muros era de sobra conocido.
Unos
guardias les guiaron a sus dependencias, dónde podrían descansar hasta el día
siguiente, en el que se comprobaría sus habilidades y se les adjudicaría una
labor determinada dentro de su pelotón.
No
había ventanas. Daba la sensación de que la fortaleza estaba construida bajo
tierra, y mientras caminaban por los enormes pasillos Tamar se dio cuenta, por
los murmullos de los soldados con los que se cruzaban, de que no eran bien
recibidos a pesar de haberse alistado voluntariamente en la Custodia.
-A
partir de ahora esta es vuestra madriguera, conejos- dijo un guardia con acento
del este
-Yo
soy de Vadoverde- se quejó el Cucas
-Me
importa una mierda, entra-
Noventa
y nueve ojos se giraron cuando atravesaron las pesadas puertas. Los que serían
sus compañeros de armas comenzaron a murmurar:
-“Conejos”-
-“¿Qué
hacen aquí?”-
-“No
pienso luchar al lado de unos infieles”-
-“¿Nos
podrán escuchar ahora”?-
El
que parecía ser el jefe del pelotón se acercó a ellos. Le faltaba un ojo y era
más alto que Haritz, pero no parecía ser tan fuerte como él. Tenía el pelo
largo y negro, recogido con una bandana roja. No llevaba parche encima del ojo
perdido, y era imposible dejar de mirar su cuenca blanca y la cicatriz que
atravesaba su rostro de izquierda a derecha.
-Me
llamo Áureo, soy el sargento de este pelotón. No me gustan los discursos ni las
charlas, así que seré breve: aquí no sois bien recibidos y sólo obtendréis
respeto cuando os lo merezcáis. Los conejos sois muy útiles para patrullas de
rastreo y reconocimiento, si vuestras orejas me sirven, nadie os tocará un pelo
de vuestra cola. Por el contrario, si por cualquier razón no servís ni para
llenar una bacinilla, no tendré ningún reparo en joderos la vida tanto como
pueda. Ahora id a vuestras literas, son las del fondo.
Las
voces no se callaron. Apenas eran audibles para el Cucas, pero Tamar y Hartiz
empezaron a comprender que se habían alistado a la Custodia voluntariamente,
pero se habían convertido en presos.
Pasó
media hora y todos sus compañeros se marcharon al patio. Al día siguiente,
ellos tendrían que unírseles.
El
Cucas todavía no había asimilado la bienvenida:
-No
lo entiendo. Venimos para combatir a su lado… ¿y nos rechazan e insultan?-
-Deberías
haberle dicho a Áureo que no eres del Valle del Viento, mañana nos pondrá a
prueba y se puede mosquear cuando vea que no sirves como rastreador- dijo
Hartiz
-Sí,
cuando vuelva se lo diré. No me gusta como os miran a vosotros, y me temo que
no soy tan fuerte como para que me tengan respeto por mis méritos-
-¿Cómo
les irá al resto de la caravana?- preguntó Hartiz
-Mal,
igual que a nosotros- respondió Tamar- los baleros nos odian y saben que les
odiamos. Que tengamos un enemigo común no cambiará el desprecio que nos tienen.
-Voy
a tener que esforzarme para no reventarle la cabeza al primero que se
pase de listo…- dijo Haritz
Se
quedaron en el dormitorio hasta que los demás regresaron de la instrucción después
de cuatro horas para dejar sus cosas e ir a comer. Los tres se unieron al resto
del batallón y les acompañaron al comedor, que estaba en la otra punta del
Bastión. Les llevó mucho tiempo llegar a la enorme sala, que acogía un
incontable número de personas llegadas de todas partes del mundo. Según les
dijeron, este era el quinto de los siete turno de comidas que hacían al día. Las
enormes mesas estaban llenas de soldados.
Las
cabezas se giraban a su paso. Los murmullos eran de desprecio. Tamar se
arrepentía con toda su alma de haberse alistado en la Custodia.
Vieron
a Álamen
el Callado y a Jerón Sauce sentados en una de las
mesas, aunque no podrían sentarse con ellos porque cada batallón tenía su
propia mesa asignada. Para llegar a la suya, Tamar, Haritz y el Cucas tuvieron
que pasar a su lado.
Sin
mirarles, con la voz temblando, Jerón susurró algo que sólo los carrences
pudieron oir:
-
Esta mañana Taxus salió a dar un paseo por la fortaleza. Le han encontrado
muerto-