5. Bastión Custodio



 
Pasaron tres días. La ciudad de oro estaba medio derruida, y las cenizas flotaban por doquier. Los veintisiete hombres que salieron de Carrece contemplaron desde las barcazas la primera purga en Semilla. Lumérila jamás volvería a brillar.

Los custodios llamaban purgas a la incineración de los infectados por la peste, a los que se podía distinguir porque su carne empezaba a pudrirse tras una semana de extrema debilidad: la primera fase de una metamorfosis horrible, tras la que dejaban de ser humanos. La carne de estas criaturas está muerta, pero viven. Y matan. Y piensan. Y odian.
El olor a carbón impregnaba el aire. Los tres días de gritos trajeron recuerdos amargos a los carrences: recuerdos de guerra y de seres queridos asesinados.
Pero esta situación era diferente, y los gritos también eran diferentes. Los baleros atacaron Carrace sin avisar una noche calurosa y seca. El grito que se elevaba sobre los llantos era el de “infieles”. En Lumérila un rugido atravesó las llamas:
-“¡El mazo sobre la carne!, ¡el mazo sobre la carne!”-
Tamar se repetía a sí mismo que la matanza en Lumérila era necesaria para que la peste no se propagara por Semilla, pero no podía evitar ver el reflejo de Carrace en la imagen que proyectaban las ruinas de Lumérila en el rio Recio.
-La Custodia es el escudo de Semilla. Era necesario. Lo que ha pasado no puede compararse a lo que hicieron en Carrace-
-Puedes repetirlo cuanto quieras, pero te estás engañando a ti mismo-
Ella volvió con la muerte, pero en cuanto los fuegos y los gritos de la ciudad se extinguieron su voz hizo lo mismo progresivamente. Ahora era un susurro que tenía razón: lo que había pasado en Lumérila no era muy diferente de la matanza que hubo en Carrace.
-Fines diferentes, gritos diferentes, pero la muerte es la misma en todas partes-
-Tamar…-
Esta voz era real.
Taxus Manzano estaba detrás de él. Le había oído acercarse, a pesar de que el chico era muy sigiloso.
Se giró.
-¿Qué pasa?-
-Los tipos de la primera barcaza se acercaron esta mañana a la ciudad. Dicen que los custodios nos llevaran al Bastión en sus barcos-
-¿Cuándo?-
-Mañana zarparán-
-Si todavía tienes dudas sobre si deseas ir…-
-No tengo elección. Debo liberar el último aliento de mi padre-
-Vete ahora, todavía estás a tiempo. Eres muy joven para andar con venganzas imposibles que ni siquiera sabemos si servirán de algo-
-¿Acaso no crees en que el Ojo del Halcón está liberando a nuestros muertos?-
-Últimamente no sé qué pensar-
Y era cierto. La voz de su mujer, que estaba desvaneciéndose, volvió a sonar igual que antes, sólo que mezclada entre los gritos de terror. No la arrastraba el viento. Era posible que realmente Tamar se mereciera el mote de Pirado. Cuanto más se alejaba de Carrace, más se cuestionaba sobre si las creencias del Valle del Viento no eran más que una patraña ideada por unos locos como él.
-Voy a dormir- dijo Taxus
-Yo también-
Bajaron juntos y se tumbaron en sus respectivas hamacas. Los sueños son livianos cuando la realidad es dura. Despertaron a la mañana siguiente, y tras desayunar las barcazas les llevaron a las ruinas del puerto de Lumérila, dónde les dijeron que viajarían en la Puño de Piedra, la nave más grande de la flota que los custodios habían enviado. Veintiseis voluntarios de Carrace, un vadoverdiense y sesenta y cuatro ciudadanos de Lumérila de los que se sospechaba que estaban infectados con la peste de Léh subieron a bordo. Otro barco llevaría a los lumérilos a la isla Topo, donde serían sometidos a un estudio médico que sirviera para combatir la peste. Nunca más se supo de ellos.
Tras dos días de viaje la flota llegó. Salieron de las bodegas de día, pero no había luz: frente a ellos se elevaba la mayor construcción de la humanidad, y tapaba a los Gemelos. El Bastión Custodio. Antaño tenía otro nombre, aunque pocos se acordaban: el Escudo. Así se le llamaba, por la forma de su planta, y tras sus muros se dirigían las operaciones que permitían que las naves mercantes inundaran la ciudad de Léh antes de que cayera.
El escudo de Léh ahora era el mazo que pretendía aplastar a sus habitantes, y era más grande y más poderoso que antes.
Cuando desembarcaron no hacía frio. En dos semanas el clima había cambiado radicalmente, y Tamar abandonó el barco llevando su ropa de montaña, por si acaso. Cuando los pusieron en fila para asignarles batallón y dependencias se desmayó por el calor.
-¡Levanta, conejo!- le increpó el reclutador.
A los que venían del Valle del Viento los llamaban conejos de forma despectiva. Tamar fue asignado al quinto pelotón  de la tercera compañía del batallón Rojo, junto al Cucas y Haritz el Gordo. El resto fueron asignados a diferentes pelotones. Como pudieron comprobar más adelante, la norma era separar en distintos pelotones a los que venían de “tierras infieles”. El balerio era omnipresente. Dentro del caos de razas y procedencias que reinaba en el Bastión, la mano firme de Baler era la columna que mantenía el orden. Los soldados de Karaden, Fuerte Soles y la Ciudad Nácar eran intocables: insultar a uno, mirarle mal, o incluso respirar demasiado cerca de su cara podía costarte la vida. Estas ciudades fueron la cuna del balerio, y el control que tenía esta religión dentro de los muros era de sobra conocido.
Unos guardias les guiaron a sus dependencias, dónde podrían descansar hasta el día siguiente, en el que se comprobaría sus habilidades y se les adjudicaría una labor determinada dentro de su pelotón.
No había ventanas. Daba la sensación de que la fortaleza estaba construida bajo tierra, y mientras caminaban por los enormes pasillos Tamar se dio cuenta, por los murmullos de los soldados con los que se cruzaban, de que no eran bien recibidos a pesar de haberse alistado voluntariamente en la Custodia.
-A partir de ahora esta es vuestra madriguera, conejos- dijo un guardia con acento del este
-Yo soy de Vadoverde- se quejó el Cucas
-Me importa una mierda, entra-
Noventa y nueve ojos se giraron cuando atravesaron las pesadas puertas. Los que serían sus compañeros de armas comenzaron a murmurar:
-“Conejos”-
-“¿Qué hacen aquí?”-
-“No pienso luchar al lado de unos infieles”-
-“¿Nos podrán escuchar ahora”?-
El que parecía ser el jefe del pelotón se acercó a ellos. Le faltaba un ojo y era más alto que Haritz, pero no parecía ser tan fuerte como él. Tenía el pelo largo y negro, recogido con una bandana roja. No llevaba parche encima del ojo perdido, y era imposible dejar de mirar su cuenca blanca y la cicatriz que atravesaba su rostro de izquierda a derecha.
-Me llamo Áureo, soy el sargento de este pelotón. No me gustan los discursos ni las charlas, así que seré breve: aquí no sois bien recibidos y sólo obtendréis respeto cuando os lo merezcáis. Los conejos sois muy útiles para patrullas de rastreo y reconocimiento, si vuestras orejas me sirven, nadie os tocará un pelo de vuestra cola. Por el contrario, si por cualquier razón no servís ni para llenar una bacinilla, no tendré ningún reparo en joderos la vida tanto como pueda. Ahora id a vuestras literas, son las del fondo.
Las voces no se callaron. Apenas eran audibles para el Cucas, pero Tamar y Hartiz empezaron a comprender que se habían alistado a la Custodia voluntariamente, pero se habían convertido en presos.
Pasó media hora y todos sus compañeros se marcharon al patio. Al día siguiente, ellos tendrían que unírseles.
El Cucas todavía no había asimilado la bienvenida:
-No lo entiendo. Venimos para combatir a su lado… ¿y nos rechazan e insultan?-
-Deberías haberle dicho a Áureo que no eres del Valle del Viento, mañana nos pondrá a prueba y se puede mosquear cuando vea que no sirves como rastreador- dijo Hartiz
-Sí, cuando vuelva se lo diré. No me gusta como os miran a vosotros, y me temo que no soy tan fuerte como para que me tengan respeto por mis méritos-
-¿Cómo les irá al resto de la caravana?- preguntó Hartiz
-Mal, igual que a nosotros- respondió Tamar- los baleros nos odian y saben que les odiamos. Que tengamos un enemigo común no cambiará el desprecio que nos tienen.
-Voy a tener que esforzarme para no reventarle la cabeza al primero que se pase de listo…- dijo Haritz
Se quedaron en el dormitorio hasta que los demás regresaron de la instrucción después de cuatro horas para dejar sus cosas e ir a comer. Los tres se unieron al resto del batallón y les acompañaron al comedor, que estaba en la otra punta del Bastión. Les llevó mucho tiempo llegar a la enorme sala, que acogía un incontable número de personas llegadas de todas partes del mundo. Según les dijeron, este era el quinto de los siete turno de comidas que hacían al día. Las enormes mesas estaban llenas de soldados.
Las cabezas se giraban a su paso. Los murmullos eran de desprecio. Tamar se arrepentía con toda su alma de haberse alistado en la Custodia.
Vieron a Álamen el Callado y a Jerón Sauce sentados en una de las mesas, aunque no podrían sentarse con ellos porque cada batallón tenía su propia mesa asignada. Para llegar a la suya, Tamar, Haritz y el Cucas tuvieron que pasar a su lado.
Sin mirarles, con la voz temblando, Jerón susurró algo que sólo los carrences pudieron oir:
- Esta mañana Taxus salió a dar un paseo por la fortaleza. Le han encontrado muerto-

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