Pasaron
tres días. La ciudad de oro estaba medio derruida, y las cenizas flotaban por
doquier. Los
veintisiete hombres que salieron de Carrece contemplaron desde las barcazas la
primera purga en Semilla. Lumérila jamás volvería a brillar.
Los
custodios llamaban purgas a la incineración de los infectados por la peste, a
los que se podía distinguir porque su carne empezaba a pudrirse tras una semana
de extrema debilidad: la primera fase de una metamorfosis horrible, tras la que
dejaban de ser humanos. La carne de estas criaturas está muerta, pero viven. Y
matan. Y piensan. Y odian.
El
olor a carbón impregnaba el aire. Los tres días de gritos trajeron recuerdos
amargos a los carrences: recuerdos de guerra y de seres queridos asesinados.
Pero
esta situación era diferente, y los gritos también eran diferentes. Los baleros
atacaron Carrace sin avisar una noche calurosa y seca. El grito que se elevaba
sobre los llantos era el de “infieles”. En Lumérila un rugido atravesó las
llamas:
-“¡El
mazo sobre la carne!, ¡el mazo sobre la carne!”-
Tamar
se repetía a sí mismo que la matanza en Lumérila era necesaria para que la
peste no se propagara por Semilla, pero no podía evitar ver el reflejo de
Carrace en la imagen que proyectaban las ruinas de Lumérila en el rio Recio.
-La
Custodia es el escudo de Semilla. Era necesario. Lo que ha pasado no puede
compararse a lo que hicieron en Carrace-
-Puedes
repetirlo cuanto quieras, pero te estás engañando a ti mismo-
Ella
volvió con la muerte, pero en cuanto los fuegos y los gritos de la ciudad se
extinguieron su voz hizo lo mismo progresivamente. Ahora era un susurro que
tenía razón: lo que había pasado en Lumérila no era muy diferente de la matanza
que hubo en Carrace.
-Fines
diferentes, gritos diferentes, pero la muerte es la misma en todas partes-
-Tamar…-
Esta
voz era real.
Taxus
Manzano estaba detrás de él. Le había oído acercarse, a pesar de que el chico
era muy sigiloso.
Se giró.
-¿Qué
pasa?-
-Los
tipos de la primera barcaza se acercaron esta mañana a la ciudad. Dicen que los
custodios nos llevaran al Bastión en sus barcos-
-¿Cuándo?-
-Mañana
zarparán-
-Si
todavía tienes dudas sobre si deseas ir…-
-No
tengo elección. Debo liberar el último aliento de mi padre-
-Vete
ahora, todavía estás a tiempo. Eres muy joven para andar con venganzas
imposibles que ni siquiera sabemos si servirán de algo-
-¿Acaso
no crees en que el Ojo del Halcón está liberando a nuestros muertos?-
-Últimamente
no sé qué pensar-
Y
era cierto. La voz de su mujer, que estaba desvaneciéndose, volvió a sonar
igual que antes, sólo que mezclada entre los gritos de terror. No la arrastraba
el viento. Era posible que realmente Tamar se mereciera el mote de Pirado.
Cuanto más se alejaba de Carrace, más se cuestionaba sobre si las creencias del
Valle del Viento no eran más que una patraña ideada por unos locos como él.
-Voy
a dormir- dijo Taxus
-Yo
también-
Bajaron
juntos y se tumbaron en sus respectivas hamacas. Los sueños son livianos cuando
la realidad es dura. Despertaron a la mañana siguiente, y tras desayunar las
barcazas les llevaron a las ruinas del puerto de Lumérila, dónde les dijeron
que viajarían en la Puño de Piedra, la nave más grande de la flota que los
custodios habían enviado. Veintiseis voluntarios de Carrace, un vadoverdiense y
sesenta y cuatro ciudadanos de Lumérila de los que se sospechaba que estaban
infectados con la peste de Léh subieron a bordo. Otro barco llevaría a los
lumérilos a la isla Topo, donde serían sometidos a un estudio médico que sirviera
para combatir la peste. Nunca más se supo de ellos.
Tras
dos días de viaje la flota llegó. Salieron de las bodegas de día, pero no había
luz: frente a ellos se elevaba la mayor construcción de la humanidad, y tapaba
a los Gemelos. El Bastión Custodio. Antaño tenía otro nombre, aunque pocos se
acordaban: el Escudo. Así se le llamaba, por la forma de su planta, y tras sus
muros se dirigían las operaciones que permitían que las naves mercantes inundaran
la ciudad de Léh antes de que cayera.
El
escudo de Léh ahora era el mazo que pretendía aplastar a sus habitantes, y era
más grande y más poderoso que antes.
Cuando
desembarcaron no hacía frio. En dos semanas el clima había cambiado
radicalmente, y Tamar abandonó el barco llevando su ropa de montaña, por si
acaso. Cuando los pusieron en fila para asignarles batallón y dependencias se
desmayó por el calor.
-¡Levanta,
conejo!- le increpó el reclutador.
A
los que venían del Valle del Viento los llamaban conejos de forma despectiva. Tamar
fue asignado al quinto pelotón de la
tercera compañía del batallón Rojo, junto al Cucas y Haritz el Gordo. El resto
fueron asignados a diferentes pelotones. Como pudieron comprobar más adelante,
la norma era separar en distintos pelotones a los que venían de “tierras
infieles”. El balerio era omnipresente. Dentro del caos de razas y procedencias
que reinaba en el Bastión, la mano firme de Baler era la columna que mantenía
el orden. Los soldados de Karaden, Fuerte Soles y la Ciudad Nácar eran
intocables: insultar a uno, mirarle mal, o incluso respirar demasiado cerca de
su cara podía costarte la vida. Estas ciudades fueron la cuna del balerio, y el
control que tenía esta religión dentro de los muros era de sobra conocido.
Unos
guardias les guiaron a sus dependencias, dónde podrían descansar hasta el día
siguiente, en el que se comprobaría sus habilidades y se les adjudicaría una
labor determinada dentro de su pelotón.
No
había ventanas. Daba la sensación de que la fortaleza estaba construida bajo
tierra, y mientras caminaban por los enormes pasillos Tamar se dio cuenta, por
los murmullos de los soldados con los que se cruzaban, de que no eran bien
recibidos a pesar de haberse alistado voluntariamente en la Custodia.
-A
partir de ahora esta es vuestra madriguera, conejos- dijo un guardia con acento
del este
-Yo
soy de Vadoverde- se quejó el Cucas
-Me
importa una mierda, entra-
Noventa
y nueve ojos se giraron cuando atravesaron las pesadas puertas. Los que serían
sus compañeros de armas comenzaron a murmurar:
-“Conejos”-
-“¿Qué
hacen aquí?”-
-“No
pienso luchar al lado de unos infieles”-
-“¿Nos
podrán escuchar ahora”?-
El
que parecía ser el jefe del pelotón se acercó a ellos. Le faltaba un ojo y era
más alto que Haritz, pero no parecía ser tan fuerte como él. Tenía el pelo
largo y negro, recogido con una bandana roja. No llevaba parche encima del ojo
perdido, y era imposible dejar de mirar su cuenca blanca y la cicatriz que
atravesaba su rostro de izquierda a derecha.
-Me
llamo Áureo, soy el sargento de este pelotón. No me gustan los discursos ni las
charlas, así que seré breve: aquí no sois bien recibidos y sólo obtendréis
respeto cuando os lo merezcáis. Los conejos sois muy útiles para patrullas de
rastreo y reconocimiento, si vuestras orejas me sirven, nadie os tocará un pelo
de vuestra cola. Por el contrario, si por cualquier razón no servís ni para
llenar una bacinilla, no tendré ningún reparo en joderos la vida tanto como
pueda. Ahora id a vuestras literas, son las del fondo.
Las
voces no se callaron. Apenas eran audibles para el Cucas, pero Tamar y Hartiz
empezaron a comprender que se habían alistado a la Custodia voluntariamente,
pero se habían convertido en presos.
Pasó
media hora y todos sus compañeros se marcharon al patio. Al día siguiente,
ellos tendrían que unírseles.
El
Cucas todavía no había asimilado la bienvenida:
-No
lo entiendo. Venimos para combatir a su lado… ¿y nos rechazan e insultan?-
-Deberías
haberle dicho a Áureo que no eres del Valle del Viento, mañana nos pondrá a
prueba y se puede mosquear cuando vea que no sirves como rastreador- dijo
Hartiz
-Sí,
cuando vuelva se lo diré. No me gusta como os miran a vosotros, y me temo que
no soy tan fuerte como para que me tengan respeto por mis méritos-
-¿Cómo
les irá al resto de la caravana?- preguntó Hartiz
-Mal,
igual que a nosotros- respondió Tamar- los baleros nos odian y saben que les
odiamos. Que tengamos un enemigo común no cambiará el desprecio que nos tienen.
-Voy
a tener que esforzarme para no reventarle la cabeza al primero que se
pase de listo…- dijo Haritz
Se
quedaron en el dormitorio hasta que los demás regresaron de la instrucción después
de cuatro horas para dejar sus cosas e ir a comer. Los tres se unieron al resto
del batallón y les acompañaron al comedor, que estaba en la otra punta del
Bastión. Les llevó mucho tiempo llegar a la enorme sala, que acogía un
incontable número de personas llegadas de todas partes del mundo. Según les
dijeron, este era el quinto de los siete turno de comidas que hacían al día. Las
enormes mesas estaban llenas de soldados.
Las
cabezas se giraban a su paso. Los murmullos eran de desprecio. Tamar se
arrepentía con toda su alma de haberse alistado en la Custodia.
Vieron
a Álamen
el Callado y a Jerón Sauce sentados en una de las
mesas, aunque no podrían sentarse con ellos porque cada batallón tenía su
propia mesa asignada. Para llegar a la suya, Tamar, Haritz y el Cucas tuvieron
que pasar a su lado.
Sin
mirarles, con la voz temblando, Jerón susurró algo que sólo los carrences
pudieron oir:
-
Esta mañana Taxus salió a dar un paseo por la fortaleza. Le han encontrado
muerto-
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